La abrasadora luz del gran astro se derramaba sobre aquellos páramos de trigo que se extendían hasta donde la vista podía alcanzar, mas entre los tallos áureos y orondas espigas se regodeaba un pequeño ser envuelto en una fresca sombra. Panza arriba, se relamía las patitas de dedos regordetes, y después acicalaba aquellas orejas grandes y puntiagudas sobre su cabeza, a su lado una cola terminada en un peludo pompón derrotada sobre el suelo. 

Era un día como cualquier otro, la monótona rutina de aquel lugar arrastrándolo con lánguida parsimonia, de nuevo solo ante el rechazo de su pequeña tribu de diminutos beligerantes. Y es que él carecía de su característica arma, aquellos colmillos largos y afilados, rebosantes de veneno, listos para dormir a su próxima víctima, y por ello lo consideraban una debilidad para su escuadrilla de guerreros. Pero, de todas formas… ¿qué víctima iban a tener en un páramo atacado por el ardiente sol? Si al menos la colosal estrella pudiese descansar en su labor por unos pocos días…

Un gran bostezo abrió la boca de la criatura de par en par, y el vïgdis desdentado se relamió una vez más antes de rodar sobre su costado y ponerse en pie. Avanzando sobre sus dos patas traseras, frotó sus ojos, legañosos, y simplemente se dejó llevar por sus pasos. 

Apartaba las briznas de alta hierba con parsimonia, sus patas apenas diferenciando el color de su pelaje del de la naturaleza, y cuando una espiga de trigo gorda y apetitosa se cruzó en su camino, no se lo pensó dos veces y tiró de la misma con fuerza hasta arrancarla, tras ello cargándola sobre sus hombros y desgranándola poco a poco para comer su fruto. Y royendo sonoramente, siguió avanzando por el trigal hasta llegar al lugar donde se encontraba su tribu reunida. 

Algunas miradas de desagrado le dieron la bienvenida, pero el pequeño vïgdis hizo caso omiso y simplemente observó cómo el mandamás, repantingado sobre una mullida cama de hierba, soltaba órdenes por doquier. Por suerte, sabía que a él no le pediría nada, y una sonrisita maliciosa torció su hocico. Pero la mueca pronto desapareció, pues un repentino temblor se expandió por las entrañas de la tierra bajo sus patas. ¿Qué estaba sucediendo? ¡Pasos! ¡Aquello eran pasos! Y voces… 

—¡Intrusos! —gritó un vïgdis fortachón que acababa de llegar al pequeño claro en el que se localizaban, una espiga seca y alta atada a su espalda, el perfecto disfraz para un vigía. 

Su monarca se recostó presurosamente y, con una serie de indicaciones, cada uno de sus súbditos se preparó para el ataque, mientras él mismo se dedicaba a sacar brillo a sus colosales colmillos, pues su arma debía parecer tan mortífera como lo era, o casi. 

Pero la pequeña y desdentada criatura que acababa de ser testigo de aquella pantomima no tenía un arma que alistar, ni una posición que tomar. Es más, en realidad ni siquiera necesitaba involucrarse en aquella contienda, pues aunque sus zarpas eran tan afiladas como las de cualquier otro, no tenía ningún interés en enfrentarse a seres capaces de hacer retumbar el suelo. Así que simplemente se escurrió entre el trigo y, oreja avizora, captó el origen de la intrusión a aquellas llanuras y se dirigió hacia el lugar, curioso. Estudiar al enemigo era el primer paso para poder evitarlo. 

No tardó en dar con el grupo de viajeros que habían osado cruzar el páramo, mas por el gesto en el rostro de dos de ellos, el ardiente sol ya había cumplido parte de su labor drenándoles la energía y, con un poco de suerte, los ánimos. El tercero de ellos, no obstante, escondía su rostro, convirtiéndole en el más temible, pero éste no parecía mucho más interesado que sus compañeros en conquistar aquellas tierras, y simplemente se tumbó, quedando escondido por la hierba. Imitándole, y sin mucho más que hacer durante aquel descanso, un joven de orejas alargadas y cabellos rojizos se sentó sobre el suelo, claramente aburrido, y arrancó una brizna de maleza. Entonces procedió a juguetear con la flameante pezuña de uno de los corceles que les acompañaban, negro como el carbón, y de crines cual llamas. Y mientras la maleza se marchitaba lentamente bajo aquel fuego apático, una elfa de cabellos azulados volvía de entre los altos tallos de trigo y observaba al muchacho, quien acabó siendo reprendido por la víctima de sus experimentos, volutas de humo envolviendo su rostro. El vïgdis soltó una risita por lo bajo, viendo al joven estupefacto, pero la sangre se le heló cuando se percató de que el encapuchado volvía a estar alerta. 

Mejor escabullirse, el enemigo ya estudiado, y buscar un sitio en el que resguardarse: no le gustaba nada aquel ser que ocultaba su rostro. ¿Y si se trataba del archiconocido demonio de las espigas? Aquel que se decía que se alimentaba con los vïgdis que no se iban a dormir al caer el sol… Un escalofrío recorrió su pequeño cuerpo, haciéndolo bailotear mientras se adentraba en el páramo. ¡No pensaba quedarse para descubrirlo!

Correteó durante largos segundos, hasta que el murmullo del roce de las briznas de hierba seca a unos metros detuvo su avance. Irguiéndose sobre sus cuartos traseros, escuchó, intentando localizar la dirección de la que procedía aquel sonido. ¡A su derecha! Dio un salto al lado a tiempo de esquivar a la escuadrilla de vïgdis que se lanzaban al ataque, en dirección contraria a la que se dirigía él mismo. ¿Irían a enfrentar a los recién llegados? Buscó uno de aquellos matorrales secos y retorcidos, lo suficientemente fuertes como para soportar su peso, y entonces trepó por una de sus ramas, que se quejó y dobló, pero no cedió. Y allí la vio, a la joven de cabellos azulados, merodeando solitaria entre el trigo. Aunque fue apenas un fugaz instante, antes de que su rostro cambiara en una mueca de sorpresa y saliera despedida hacia adelante, para desaparecer bajo las espigas de oro. Espigas que temblaron cuando el ejército de vïgdis comenzó a rodearla. 

Sin saber muy bien por qué, pues tenía por norma no prestar atención a los asuntos de sus camaradas, saltó de su improvisado puesto vigía y se lanzó a toda velocidad hacia el lugar del suceso, sus mejillas rozando las plantas que se levantaban como colosales columnas a su alrededor, y sus patitas hundiendo las uñas en la tierra para coger impulso y proyectarse hacia delante con ímpetu. Hasta que la vio entre los tallos, que se iban separando en la lejanía.

Esquivó a los guardias primero, el trigo atado a su espalda para camuflarlos, y después a la primera línea de soldados, con brillantes colmillos sobresaliendo de sus hocicos, alguna que otra arma contundente y, con suerte, la cáscara de un fruto seco como escudo. Y de este modo, al final de su recorrido se había colocado en el flanco que quedaba sin vigilar y, asomándose, observó a la elfa masajeando su rodilla, hasta que el runrún de las tropas de vïgdis la hicieron ponerse alerta. Ésta desenvainó una daga, el miedo pintado en su rostro, y pareció prepararse para la contienda mientras una corriente levantaba el polvo del trigo entorno a su persona. Hasta que el soberano de aquellos páramos hizo acto de presencia: imponente, erguido, con aquella cola tan poderosa golpeteando a su alrededor, amenazante, y sus grandes colmillos, iridiscentes de tantos cuidados recibían. 

Pero a la joven no pareció causarle el mismo efecto que a los demás vïgdis, y una sonrisa apareció en su cara. Entonces su mano comenzó a estirarse en dirección a su monarca. ¿Qué intenciones tenía? ¿Iba a aplastarlo de un manotazo? El expectante vïgdis se tensó ante el inminente ataque a su rey, mas no sucedió aquello que se había dibujado en su mente. Los dedos relajados y la delicadeza del acercamiento denotaron que se trataba más bien de un gesto de rendición, quizás curiosidad, y que de aquella sonrisita rebosaba más ternura que malicia. Pero su cabecilla no iba a dejarse engañar por galanterías, así que aprovechó aquel movimiento pausado e inocente para mostrar cuán crueles podían llegar a ser con tal de proteger su páramo. Sus dientes se hundieron en la carne de la joven sin resistencia, y su veneno de desparramó en su extremidad, durmiéndola.

—¡Ay! —La joven soltó un bufido, mientras se masajeaba la mano en un intento de hacerla reaccionar—. Ya veo que no sois tan tiernos como parecéis…

—Vïgdis no tiernos —anunció su soberano con voz poderosa mientras clavaba sus manos en sus costados y henchía el pecho—. Nosotros cuidar páramo. Cualquier intruso debe pagar por osado.

La muchacha pareció comprender su situación, porque pronto se rindió ante las palabras de su cabecilla.  

—Oh, vïgdis —entonó—, siento haber entrado en vuestro páramo. No quiero haceros daño, sino preguntaros por la ciudad de Enchanted. Os estaría eternamente agradecida si pudieseis mostrarme por dónde seguir mi camino. 

¡Enchanted! Así que allí se dirigían los viajeros… Había oído a otros seres hablar de ese lugar en tantas ocasiones que había llegado a imaginarse algún día viajando más allá de los lindes del trigal. Pero no era momento de perderse en ensoñaciones: devolvió la atención a aquella elfa que acababa de rendirse, y la observó. Si bien una fugaz punzada de decepción le hostigó, pues quizás hubiese preferido que su monarca recibiera su merecido, la seguridad de saber que aquella intrusa les temía relajó su cuerpo. Mas apenas duró unos segundos, pues una voz se derramó sobre su nuca como un jarro de agua fría, encogiéndole.

—Qué van a saber ellos… 

Voz que le llegó desde las alturas, y que provocó que el corazón casi se le saliese del pecho cuando se percató de que el encapuchado estaba a escasos metros de él. Y lo peor, ¡se estaba moviendo! 

Con una zancada, el ser que cubría su rostro se agachó y, con precisión, atrapó al soberano pellizcando la piel en su pescuezo, alzándolo del suelo. Una súbita carcajada, viendo allí a su rey, casi lo delata, pero consiguió contenerla a tiempo con sus dos patitas regordetas. Aun así, la presa no se amedrentó y hundió sus colmillos entre las ranuras de aquel guante de escamas que escondía la mano de su captor, aplicándole el somnífero. Y los dedos cedieron, y el vïgdis se precipitó hacia los suelos planeando con elegancia, la fina membrana bajo sus patas superiores vibrando contra el viento. 

—Maldito bichejo… —masculló el encapuchado. 

Delante de la altanera mirada de sus asaltantes, la muchacha soltó una estridente carcajada que más tarde intentó contener entre sus rodillas, y la criatura no pudo evitar unirse a la misma, arrullado por la cálida melodía. Pero entonces ésta se detuvo cuando su acompañante dejó escapar desde las sombras una tenebrosa risilla, cual demonio de las espigas. Hasta que el muchacho pelirrojo apareció saltando por encima de la hierba y el silencio cayó una vez más sobre el claro de hierba pisada.  

Sus camaradas, repentinamente preocupados por el súbito aumento en el número de enemigos, formaron en círculo y cuchichearon entre ellos. Tras unos segundos, su monarca se separó de los demás beligerantes y anunció con orgullo: 

—Vïgdis decidir que, como vosotros ser más de uno, poder dejar marchar. Pero si vosotros mañana aún seguir aquí, vïgdis tener que matar.

El encapuchado, quien se masajeaba la mano, bufó: 

—Uh, que miedo… Ya nos vamos.

Habló con un tono de voz tan áspero que los aludidos no pudieron más que erizar el pelo de sus lomos por la rabia. Y probablemente el temor, pues incluso el vïgdis desdentado no pudo evitar encogerse ante aquella sutil muestra de desprecio. Pero la acompañante de aquel obscuro demonio disipó la tensión del momento, una vez más con su intervención liviana, como un toque de primavera en medio del ardoroso verano.

—Vamos, maestro, no seas tan cruel con ellos. Si fueran más tiernos, me llevaría uno. 

La sonrisa de la elfa no pareció agradarles a los suyos, pero la pequeña criatura que había sido marginada del grupo vio en aquello un atisbo de felicidad, y una idea empezó a formarse en su cabecilla. ¿Y si…?

—Te prohíbo que cojas una de estas criaturas.

La frialdad en las palabras del encapuchado quebró sus pensamientos, ahora poco más que pedazos de hielo. Y parece que lo mismo ocurrió con la alegría de la joven, que se marchitó como la maleza que había sujetado aquel muchacho pelirrojo en las llamas del misterioso corcel.   

—¡Tengo ganas de llegar a Enchanted y deshacerme de tu desagradable compañía! —anunció con malicia la aludida.

El vïgdis, con la ilusión rota, dio media vuelta y arrastró las patas en dirección a las entrañas espigadas del páramo, tras él quedando una ininteligible discusión entre los viajeros. Y con pesar, avanzó sin rumbo fijo, hasta que la cuadrilla en retirada que quedaba formada por sus compañeros se dibujó en la lejanía. De nuevo, caras largas dirigidas a él, y poses orgullosas de guerreros falazmente victoriosos. Tenía tan poca cabida en aquel lugar…

 

Con el caer de la noche, el pequeño ser decidió volver a su guarida en pos de comida con la que llenar su estómago y un mullido lecho en el que descansar. Además, fuera aquel encapuchado el demonio de las espigas o no, no quería provocar a la suerte paseándose por aquellos lares con la noche ya caída. Mas rumbo a su hogar un delicioso aroma hizo sonar sus tripas y decidió que, si había diablo alguno al que temer, éste también estaría tentado de comer el manjar del que brotaba aquel aroma, antes que a alguien como él, todo pelo. Así que tomó un pequeño desvío y decidió investigar, encontrándose una vez más con aquel grupo de viajeros… y un auténtico botín: pan, queso y ¡frutos secos pelados! Nada de cáscaras escondiendo aquellas semillas grandes y blandas.

Se sentó, sin pensarlo ni un segundo, y allí clavado dejó que el tiempo avanzase mientras observaba cómo la energía de los intrusos iba languideciendo y, pasado el tiempo, éstos recogían la comida en sus petates y procedían a dormir. Y cuando sus respiraciones, al menos la de los dos elfos, se calmaron notablemente, se estiró para desentumecer los músculos y comenzó la incursión.

Recogiendo las extremidades delanteras y pegándolas a su cuerpo, bajó la cabeza sobre los hombros en un intento de hacerse menos notable y alzó la pata derecha, estirándola y estirándola, todo lo posible hacia adelante, su cuerpo compensando el peso, para luego estirar la izquierda y avanzar en total silencio. O al menos esa era su idea inicial, pues con tanto estirar acabó con un calambre en uno de sus regordetes dedos y, ahogando un quejido, trastabilló hasta conseguir recobrar el equilibrio, con la mala suerte de que su último paso acabó sobre un cardo seco que había quedado camuflado entre el trigo, las sombras de la noche haciéndolo menos visible.

—¡Hiiiiiiiiiiiiiii! —chirrió de dolor, debatiéndose entre masajear el pie y taparse el hocico para acallarlo, y decidiéndose por lo último.

Entre saltitos consiguió colocarse en un punto más amigable, el suelo firme y sin maleza, mas demasiado cerca de la elfa. Por suerte, nadie parecía haber notado su presencia, y el vïgdis simplemente dedicó unos segundos a recuperar la compostura antes de devolver la mirada a su alrededor y estudiar el campo de batalla… o, mejor dicho, aquel remanso de paz donde se llevaría a cabo el hurto perfecto. Localizó el petate con la comida, a apenas unos metros de distancia, mas siendo usado de almohada por el elfo pelirrojo.

—¿Quién querer pan espachurrado por cabeza de un bobo? —bufó, haciendo un mohín, pero la verdad es que no quería admitir que no estaba seguro de poder robarle una hogaza sin ser notado—. A ver… ¡Oh! ¡Ahí!

Sus grandes ojos de pupilas dilatadas se posaron sobre las alforjas cerca del demonio de las espigas, pero el aroma a queso era demasiado tentador. Si tan sólo consiguiera acercarse… un poquito…

De puntillas y con toda la delicadeza de la que pudo hacer gala, avanzó hacia la bolsa y, conforme se acercaba, la boca se le hizo agua. Mas el dulce manjar acabó por arrebatarle el último atisbo de racionalidad, y se lanzó al interior de aquel mundo de delicias, arrastrando la parte delantera de su cuerpo por la boca de las alforjas, el culo en pompa zarandeando con alegría aquella cola acabada en un pompón mientras identificaba su objetivo y lo engullía con afán. Y tras el queso siguieron unas nueces, y después un poco de salazón. Y cuando tenía el estómago lleno y la mente embriagada de felicidad, se arrastró de nuevo al exterior a dos patas, mientras se masajeaba la panza.

Entonces un brillo llamó su atención, y sus ojos se desviaron hasta dar con el origen del mismo: una preciosa espada de filo ondulado y acabada en una piedra de ópalo. La curiosidad le pudo, y correteó hasta el lugar para tirar de la plateada empuñadura de la misma…

—¡Aaaayyy!

Tiró y tiró, hasta que el mandoble comenzó a elevarse, y por un momento se sintió como aquel espadachín negro de las más antiguas fábulas, el legendario vïgdis tuerto y de pelaje oscuro, el cual se decía que podía acabar él solo con más de cien soldados. Mas además del mandoble le caracterizaba una armadura mágica, por lo que decidió buscar su disfraz entre las pertenencias de aquellos incautos viajeros.

Recorrió con sigilo el reducido espacio entre los cuerpos caídos, gigantes derrotados, sumidos en los más profundos sueños, mientras abría una herida en la tierra, un leve surco allá donde el filo de la espada se arrastraba tras de sí. Y sus ojos se movieron de un lugar a otro, para al final detenerse en unas alforjas junto al menos temible de los tres viajeros. Así pues, se dirigió hacia el elfo pelirrojo y, tras clavar con cierto dramatismo su arma en el suelo, procedió a rebuscar en la bolsa su armadura. Mas muy a su pesar, se sumió en un mar de prendas de ropa de tamaño considerable, demasiado grandes comparadas con la complexión de aquel joven, y al final decidió tirar de la esquina de una de ellas y rezarles a los peludos dioses trigueros para que aquello le sirviera.

Ya en el exterior, estiró la prenda, dos camales cortos y tela inmaculada: la capa perfecta para el opuesto al caballero negro, el magnánimo vïgdis blanco. Y con los calzones a la espalda, tiró con fuerza de su mandoble y, tras numerosos intentos, lo empuñó, alzándolo hacia el cielo con cierto esfuerzo.

—¡El vïgdis blanco aparecer! ¡Todos arrodillar ante mí! —gritó, su voz tan leve como pudo, pero una risita incontenible acabando por burbujear entre los allí presentes—. ¿Dónde estar el espadachín negro? ¡Yo ret…!

Sus palabras se ahogaron cuando el cuerpo del demonio rotó hacia uno de sus lados, pero por suerte no se despertó. Así pues, el vïgdis siguió con su representación, saltando de un lugar a otro, espada en ristre, de vez en cuando pinchando un trozo de algún alimento que se cruzaba en su camino y engulléndolo con satisfacción. Y embriagado de felicidad, comida y fantasiosas ensoñaciones, acabó acurrucado dentro de una de las alforjas, intentando recuperar algo de energía antes de que saliese el sol.

 

Amaneció un día nublado, aunque desde el interior de las alforjas apenas se podía percibir la diferencia con uno bañado por el gran astro. Lo que sí llegaba hasta el interior de las mismas eran aquellas luminiscencias que cruzaban el cielo con su fulgor, el insistente golpetear de los gruesos gotarrones, y el zarandeo de la tropa de viajeros recogiendo sus pertenencias. Y en medio de su sueño, unas voces apagadas:

—Mira que dejarte la ropa interior por ahí tirada… —El chasquear de una lengua, un claro gesto de desaprobación por parte del encapuchado.

—¡P-pero si y-yo no…! —La voz del muchacho pelirrojo entre el frufrú de la tela, totalmente abochornado.

El animalillo esbozó una sonrisita, a sabiendas de que él era el culpable de tal regañina, pero se encontraba demasiado cómodo como para despertarse por completo. Y tras unos últimos balanceos más rítmicos y el creciente calor del cuerpo del corcel escurriéndose hacia el interior de las alforjas, acabó por quedarse profundamente dormido… una vez más.

Las horas avanzaron, azuzadas por el temporal, y cuando la noche comenzó a levantarse sobre las tierras de Noiran, la tormenta tocó su fin. Y para entonces el cuerpo de aquel animal que lo cargaba prácticamente a cuestas ya había detenido su avance, y el pequeño vïgdis despegó los ojos, repentinamente despierto. ¿Cuánto tiempo habría dormido? ¡Tenía que salir de allí antes de que lo encontrasen! Afinó el oído, y escuchó: un quejido hastiado, el crepitar de un fuego recién encendido, unas voces y… ¡unos pasos en su dirección!

La luz irrumpió en las alforjas conforme un par de manos las abrían, y entonces unos dedos curiosos se adentraron en las mismas, buscando alguno de sus contenidos. El vïgdis pegó la espalda a la tela, inspiró hondo y entró la barriga, y sus ojos se cerraron como si al no ver aquellas ondeantes extremidades éstas no pudieran tocarle. Pero sí lo hicieron, y se detuvieron unos segundos… para poco después reanudar su búsqueda. El animalillo entonces se imaginó que su objetivo era aquel paquete de carne seca, y con una de las patitas lo empujó hacia la mano, que atrapó el objeto y lo sacó con parsimonia. Soltó el aire y se despatarró de nuevo en la bolsa, y tras un suspiro aliviado comenzó a pensar en cómo salir de allí antes de que… Se relamió el hocico conforme el olor a carne comenzó a borbotear en su nariz, el calor de las llamas lamiéndola más allá de la tela, ahumándola. Un rugido brotó de su panza, el hambre acuciándolo de nuevo… ¿o quizás era más bien la gula? ¡El festín de la noche anterior todavía se estaba digiriendo en sus entrañas!

—¿Ya has leído la carta?

La voz del demonio de las espigas le hizo olvidar repentinamente cuán suculentos estarían aquellos pedazos de carne seca, y a ésta le siguió un correteo en su dirección. ¿Pero cuántas cosas pensaban sacar de aquella bolsa?

—Ahora mismo iba a hacerlo —A la vez que la voz de la elfa se derramaba hacia el interior de su escondite, la mano de la misma se internaba en él y comenzaba a rebuscar.

El vïgdis intentó repetir su anterior artimaña, y mirando a su alrededor buscó aquello que podría ser el objetivo de la joven. Había oído algo de una carta…

—Qué poco responsable… Hace más de una semana que estamos viajando y tú sin leer la carta. ¡Vaya Erzan Dreca querían los drow para que reinase!

El diminuto ser hizo un mohín ante la regañina del encapuchado, y aquella efímera falta de atención casi acaba con la joven atrapando su cola. ¡No podía seguir así mucho más tiempo! ¿Dónde estaría la carta? Sus ojos barrieron veloces el contenido de la bolsa y… ¡estaba justo debajo de él!

—Claro que sería una buena reina —espetó la muchacha, enfurruñada, tras lo cual rebuscó con más ahínco. El animalillo se vio obligado a empujar repetidamente el pergamino bajo sus pies, en un intento de hacérselo llegar a la joven, y aprovechando el movimiento de ésta para disimular el suyo propio —. Sólo necesitaría un mejor maestro. Uno que, por ejemplo, no me tirara por acantilados… —Sus manos se detuvieron durante un leve instante, y la criatura le dio un último empujón, la carta quedando a escasa distancia de las manos de la elfa—. ¿Qué esperabas? ¿Que me salieran alas?

—¿Cómo lo has sabido? —El regocijo en la voz del encapuchado crispó el humor de la joven, que con un movimiento certero atrapó la misiva.

Pero también pellizcó el pompón de su cola, y el vïgdis se llenó de terror. ¡Tenía que huir! ¡Ahora o nunca! Con un movimiento rápido de su extremidad, se liberó y aprovechó el brazo de la elfa para salir lo más rápido posible de las alforjas. Mas cuando su cabeza asomó al exterior, se percató de cuán alto se encontraba, y sin atreverse a saltar decidió continuar su recorrido hasta el cuello de la muchacha, y trepó por sus cabellos hasta esconderse en el pañuelo que utilizaba ésta para mantenerlos recogidos. La joven, que había cortado sus palabras para estremecerse en un gritito de terror, se quedó paralizada.

—¿Qué ocurre, Tári? —El elfo pelirrojo se acercó hasta ella.

—¡No lo sé! ¡Algo se ha subido a mi cabeza! ¡Quítamelo!

El vïgdis se encogió, intentando disminuir tanto como fuera posible su tamaño, mas sus oídos percibían cómo el tercer viajero, el demonio de las espigas, comenzaba su caza. Y segundos después un fulgor mágico le envolvió, y sintió cómo unas zarpas malignas se cerraban sobre el pellejo de su nuca y tiraban de él sin piedad. Pataleó, los ojos cerrados con fuerza, y chirrió e hizo todo lo posible por soltarse, pero ante aquella magnánima fuerza no tenía nada que hacer.

—No te dejé muy claro el concepto de obedecer mis órdenes, ¿verdad? —La voz del diablo detuvo el palpitar de su corazón, pero no iban dirigidas hacia su persona, más bien hacia la elfa de cabellos azules.—. ¿No te dije claramente que ni se te pasara por esa cabezota hueca la irritante idea de raptar a un repelente vïgdis? —El brusco movimiento de las zarpas de aquel servidor del abismo hizo que se zarandeara en el aire como un muñeco de trapo, pero cuando éste se detuvo y abrió los ojos, se encontró con una mirada cálida y brillante, rebosante de ternura.

—¡Mira qué cosa tan dulce! Pero este no tiene colmillos… —Los dedos de la muchacha se alzaron hacia él, con delicadeza, y juguetearon con sus patitas, rascaron sus orejas y acariciaron su cabecita… y no pudo más que rendirse a aquellos mimos que le brindaba. Pero el enfado del encapuchado era prácticamente palpable, y la joven también lo sintió, porque añadió—: Yo no lo cogí, y mucho menos lo rapté. Supongo que se metió en las alforjas para curiosear y acabó viniendo por error. —¿Cómo podía ser tan perspicaz? El animalillo asintió repetidamente mientras seguía colgando de los dedos de su captor, pero no parecía que nadie esperase una respuesta por su parte—. ¿Puedo quedarme con él? —Ésta le mostró una mirada rebosante de cariño e ilusión, y una sonrisa tan dulce que habría derretido incluso el corazón más frío de Noiran. El vïgdis volvió a asentir, con más entusiasmo si cabe, una sonrisita bobalicona pintada en el rostro.

—No. Devuélvelo a su sitio.

La felicidad se convirtió instantáneamente en una oleada de decepción. Obviamente, el encapuchado o no tenía corazón o, de tenerlo, estaba hecho de la más gélida de las sustancias.

—¿¡Qué!? —La elfa también pareció dolida.

El ser vio por el rabillo del ojo cómo el joven pelirrojo, que hasta entonces había permanecido expectante junto a los otros dos viajeros, se despedía con unas palabras apenas susurradas y se alejaba con una manta abrazada contra su pecho. Pero sus compañeros estaban demasiado ocupados discutiendo como para percatarse.

—Que no te vas a quedar con el horrible vïgdis, que lo vas a devolver al páramo de donde lo cogiste —sentenció el demonio, cortando el aire con su mano enguantada que quedaba libre, intentando zanjar el asunto.

—¡Yo no lo cogí! —insistió la muchacha, apretando los puños.

—¡Sí lo cogiste! Te dije que no lo hicieras e ignoraste mi advertencia.

El animalillo se balanceó una vez más en el éter mientras su captor lo devolvía a la cabeza de la elfa, donde al menos esperaba que no volviese a hacer aquel pavoroso gesto con el que suponía que podía partirlo en dos si se lo proponía. Y aquella separación también le hinchió de valor, sobre todo al saberse protegido en lo alto de la cabeza de la joven, por lo que decidió sacarla del apuro contándoles la verdad… o al menos parte de ella, pues confesar que se había quedado dormido tras comerse parte de sus provisiones no creía que le fuera a resultar favorable. Se aclaró la garganta y, modulando la voz para conseguir el efecto más dramático posible, musitó:

—Perdonar a vïgdis —su triste y tenue voz los sobresaltó, dejándolos completamente mudos bajo la sorpresa, y hasta él mismo se asombró con su destreza— pero vïgdis esconder en alforjas porque nadie en las llanuras querer a un vïgdis sin colmillos.

—¡Te lo dije! —chilló, victoriosa, la muchacha—. Ahora puedes ver que vino porque nadie lo quería, y no porque yo lo raptase.

El entusiasmo de la joven llenó su propio pecho, y por unos segundos esperó ansioso la respuesta del encapuchado.

—Da igual lo que tengáis que decir. No se va a quedar porque aquí tampoco lo queremos.

El tono áspero de la voz del ángel caído paró el corazón de los presentes, pero todavía tenía una última representación por llevar a cabo antes de rendirse. Así pues, sin pronunciar palabra alguna, el pequeño vïgdis descendió por el pelo y la armadura de la joven, hasta llegar al suelo, y emprendió su vuelta a las llanuras con paso lento y apesadumbrado, las orejas gachas y el mentón hundido en el pecho, sus ojos brillantes bajo las lágrimas, y un gemido a modo de sollozo burbujeando en su hocico.

Durante lo que pareció una eternidad esperó a escuchar algunas palabras tras de sí, o al menos percibir algún gesto o mohín, pero no fue así. La verdad es que no sabía muy bien cómo volver a su antiguo hogar, pero no se arrepentía de aquella pequeña aventura que acababa de vivir, y si su función había tocado su fin, pues caminaría sin dirección alguna y cruzaría sus regordetes dedos en pos de una mejor vida. Soltó un soplido desabrido, y cuando aquella nueva decisión comenzaba a llenarle, algo tiró una vez más del pellejo en su nuca y sintió cómo se elevaba en el aire hasta aterrizar una vez más sobre los cabellos de la elfa.

—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! —repitió ésta y otra vez, levantando sus manos e invitándolo a acomodarse en ellas, lo cual hizo sin dudar.

—Por mucho que lo repitas no vas a conseguir nada. No quería que se perdiera por el camino a estas horas de la noche.

Ignorando aquellas palabras, la muchacha acercó a su rostro a aquel ser sentado entre sus dedos y le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Yo ser vïgdis —respondió orgulloso el aludido, su hocico estirándose en una alegre sonrisita.

—Me refiero a tu nombre. —La elfa frente a sí también sonrió, divertida—. Ya sé que eres un vïgdis.

El animalillo ladeó la cabeza, confundido. ¿Un nombre?

—Yo llamar vïgdis.

—No… —La muchacha buscó apoyo en su acompañante, pero éste tan sólo los observaba desde el interior de la capucha—. Mi nombre es Tári, su nombre… —Miró al demonio de las espigas, pero pareció cambiar de opinión y simplemente dijo—: Su nombre no importa. ¿Tu nombre es?

—Vïgdis. —Contestó una vez más, con la misma sonrisa de oreja a oreja.

—Habrá que buscarle un nombre. ¿Me ayudas? —le preguntó la muchacha esperanzada al encapuchado que la observaba.

—No —le contestó éste, dando por terminada la conversación.

—Por favor.

—No.

El vïgdis movía la cabeza, mirando a uno y a otro, sin entender muy bien qué estaba ocurriendo, o si alguno de los dos cedería en algún momento. Él apostaba por que el diablo cedería ante los encantos de la elfa, pero…

—Por favor, por favor, por fav…

—Está bien… —¡Y ahí estaba! Se había rendido a…—. Qué tal… ¿Vïgdis? —Aquella pequeña burla convirtió la victoria del ser en una brusca derrota.

—Muy gracioso.

—Y algo así como… ¿Nabia?

O quizás todavía había esperanza en que les sirviera de ayuda, y Nabia no sonaba tan mal. Tenía un toque… así como portentoso, atractivo, tal vez hasta un tanto malote. Podría llegar a gustarle…

—No hace falta que me ayudes tanto.

La indignación de la joven le dio a entender que no, no era un buen nombre. ¿Qué más podía esperar de aquel ser oscuro?

—¿Ludovh? —sugirió de nuevo el encapuchado.

¡Ludovh! Este parecía más mágico, más vívido. ¿Le gustaría a…?

—No…

Parecía que tendrían que seguir buscando. Sin dudar ni un segundo siquiera, el animalillo giró la cabeza una vez más hacia el diablo y esperó, expectante, sus grandes ojos abiertos de par en par, casi como los de la elfa.

—¿Fersis?

¿El nombre del muchacho pelirrojo? ¡En absoluto! Zarandeó la cabeza en un gesto de desconformidad. ¡No llevaría el nombre de un zoquete!

—No.

—¿Ember?

Tras la ristra de sugerencias totalmente impropias, el animalillo simplemente buscó la mirada de la elfa y esperó a ver su reacción, y como esperaba, ésta no fue muy halagüeña.

—Ember… ¿Quién es…? ¡No! —frunció el ceño, algún recuerdo desagradable pasando por su mente.

Con desánimo, giró la cabecilla una vez más hacia el encapuchado. ¿Qué iba a sugerir ahora? ¿Qué le llamasen Perpithor como al demonio de las ciénagas? ¿O quizás Nayagul como a aquel bichejo necrófago del sur de los páramos que habitaba?

—¿Gurky?

El diminuto ser levantó las orejas, repentinamente sorprendido ante aquella sugerencia. ¿Gurky? Sonaba divertido, sagaz… como el nombre que tendría un pícaro en las más descabelladas historietas que se contaban en su aldea.

—No… ¡Eh! ¡Gurky sí! ¡Me encanta! —La sonrisa de la muchacha se ensanchó, algo que parecía imposible—. ¿De dónde lo has sacado?

El animalillo agudizó el oído, interesado en saber la historia detrás de aquel nombre antes de encariñarse con el mismo.

—No lo recuerdo.

El aprendiz volvió a utilizar aquel tono frío tan característico, mas para su propia sorpresa, a la criatura le resultó hasta familiar, y esta vez ni siquiera le molestó tan tajante respuesta.

—Gracias.

La voz de la joven fue tan suave que esta vez sí ablandó el corazón del demonio, y éste simplemente se escabulló entre los árboles tras decir:

—Lo que sea por verte sonreír.

La elfa observó totalmente desconcertada cómo desaparecía su compañero, probablemente sorprendida por el repentino cambio de actitud en éste, pero pronto le devolvió la atención al vïgdis.

—¿Te gustaría que te llamara Gurky? —le preguntó a la bola de pelo que sostenía entre los dedos.

Como respuesta, el aludido emitió un ronroneo mientras daba saltitos de alegría, azuzado por las caricias de la joven y su contagiosa risa. Y conforme el furor fue remitiendo y una tierna calma lo fue inundando, dio vueltas sobre sí hasta encontrar la postura perfecta, se acurrucó en las manos de la joven y cerró los ojos, dejándose llevar por el calor y la protección de sus dedos envolviéndolo.

 

Había llegado allí como un renegado, ladrón de víveres y polizón, mas se había convertido en el compañero de aquella tropa de viajeros tan poco ordinarios. Y quizás nunca había sido nadie especial por no tener unos colmillos grandes y brillantes, y además había pasado sus días repantingado entre orondos granos de trigo… Pero había tomado una decisión firme: era su momento de demostrar su valía, de formar parte de algo más importante. Y mientras sus pensamientos navegaban hacia un sinfín de narraciones de lo más fantásticas, aquel día que había trastocado toda su vida llegó a su fin para dar paso a las más idílicas aventuras… a las aventuras de Gurky, el vïgdis desdentado.  

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